Capítulo 2


LONDRES.EL INICIO

Emprendemos viaje. Por fin llegó el tan esperado momento. Tras las emotivas despedidas entre besos y abrazos de amigos y familiares, Obelix, un buen amigo, nos recogió a cada uno de nosotros para acompañarnos al aeropuerto de Girona. Y es en estos momentos de espera en el aeropuerto de inicio cuando uno empieza realmente a darse cuenta de la magnitud del viaje que emprende, de la importancia que tendrá en su vida, y comienza realmente a planteárselo de una manera más seria.


El viaje a Londres con buenas condiciones climatológicas es un vuelo fácil, sencillo y sin complicaciones, donde es normal ver a pasajeros, normalmente ejecutivos, echando una agradable siesta. Así, y en vista de que nos sentaron en lugares separados, y a pesar de la emoción que me embargaba, me dispuse a imitar a esos durmientes las dos horas de trayecto. Y puedo decir que tuve éxito ya que me desperté cuando el avión aterrizaba en Stansted. El cielo estaba realmente oscuro y mientras caminábamos hacia la terminal caía sobre nosotros esa fina pero constante lluvia a la que tan acostumbrados están los británicos. El medio de transporte elegido para viajar a Londres fue evidentemente el más barato, no era cuestión de empezar a malgastar en las primeras horas de un tan largo viaje. De esta manera, nos encontrábamos en un desierto autobús de la compañía Terravisión ( 6 dólares) charlando amigablemente y comiendo bocadillos caseros de tortilla de patatas y de jamón ibérico; ninguno se dio cuenta o si alguno lo pensó no lo dijo en voz alta, pero esa iba a ser la última comida española que oleríamos en un año. Afortunadamente ninguno de nosotros tenía problemas con las comidas, hasta el momento pensábamos que éramos amantes de las comidas exóticas. El trayecto duró aproximadamente una hora y media. Ya estábamos en Londres, en pleno centro, concretamente en la estación Victoria. Según los planes debíamos pasar un par de días en Londres antes de abandonar el viejo continente, así que nos dispusimos a conseguir información acerca de donde alojarnos lo más económicamente posible. En uno de los puntos de información turística que hay junto a la estación nos reservaron habitación en un "Youth Hostel" llamado "The Generator" a 30 dólares por cabeza. ¿Y esto era lo más económico que había en Londres? Pues parece ser que sí, así era. Si no hubiese sido por esa lluvia cojonera hubiese buscado personalmente algún lugar en el que descansar de forma gratuita; no creo que hubiese sido difícil dada mi experiencia en la materia adquirida durante años en mis viajes por el norte de España. Así que con el consiguiente enfado por lo que yo creía era un pago innecesario (¡con ese dinero se puede vivir una semana en la India!) nos instalamos en una habitación con dos minúsculas literas y sin baño. Y sin más dilación nos dirigimos al bar del hostal para celebrar el inicio de nuestra andadura. La decoración era la típica de pub londinense, reinaba la oscuridad, todo estaba forrado de madera artificial, y los adornos resultaban muy industriales, más bien falsos. Tan falsos como me parecieron unos jóvenes ingleses cantando en el Karaoke; todo empezó a parecerme artificial, típico, turístico, en suma todo aquello de lo que estaba empeñado en huir. Esa imagen en el pub la había visto cientos de veces en Lloret de Mar, localidad catalana que como muchas otras por todo el litoral español es colonizada por ingleses y alemanes durante los meses estivales. Bebiendo pintas nos "asaltaron" unas chicas americanas algo bebidas que por lo que pudimos deducir, insisto americanas y bebidas, pretendían que besáramos un muñeco enano de la suerte, al parecer irlandés. Por lo que dada nuestra situación no lo pensamos mucho y cada uno de nosotros besó sin mucha pasión al enano de la suerte. Supongo que en nuestro fuero interno preferíamos besarlas a ellas, pero que se le va ha hacer, no cayó esa breva. De todas maneras en aquel momento pensamos que este episodio significaba un buen presagio para nuestra aventura, y con estos buenos pensamientos mis compañeros se retiraron a dormir. Como consecuencia de mi siesta en el avión no tenía sueño y me fui a dar una vuelta por los alrededores.


La lluvia era más intensa ahora que a nuestra llegada y las calles estaban desérticas, todo estaba oscuro a pesar del alumbrado eléctrico, que era más bien deficiente; los charcos reflejaban las características fachadas inglesas, el rojo intenso de las cabinas de teléfono, y los sugerentes anuncios que de sus cristales cuelgan. Este reflejo se rompía al pasar algún coche o camión de la basura, mojando a los pocos transeúntes que por las calles nos aventurábamos a esas horas. Me distraje intentando entender la conversación mantenida entre los basureros, de los que pensé serían jóvenes de los suburbios, de color con peinados afros y rastafaris. Apenas logré entender un par de palabras y por ello pensé que debían hablar en algún tipo de argot sólo comprensible por ellos. Seguí caminando totalmente absorto cuando de repente golpeé alguna cosa con el pie, al ir a recogerla me di cuenta de que se trataba de un reloj digital de esos con múltiples funciones. Imposible encontrar a su dueño en esa ciudad y a esas horas así que decidí quedármelo y me lo puse en la muñeca porque yo no suelo llevar relojes. Soy de los que pienso que cuanto menos se piense en el tiempo mejor, me he dado cuenta que la gente está tan obsesionada con el tiempo que realmente no lo aprovecha, nunca tienen tiempo de hacer nada. Pero en este caso decidí ponérmelo porque entendí que se trataba de una gran casualidad y que podía serme de ayuda más adelante.


Durante este paseo nocturno pasé de forma casual por delante de la casa de Charles Dickens y me quedé mirándola durante un buen rato. Se trata de la típica casa victoriana, atractiva en todas sus líneas para alguien no acostumbrado a este tipo de arquitectura. Así, contemplando la casa recordé las obras que había leído de su antiguo propietario y encontré curioso que Dickens solía denunciar en sus obras la hipocresía que se daba en su sociedad, y yo estaba iniciando una aventura por el mundo para huir precisamente de la hipocresía que a mi parecer reinaba en la mía. El reloj, Dickens, una noche brumosa, cual ambiente adornaba por igual a sus novelas de los bajos fondos, hacen esta noche algo curiosa, así que regreso al hostal antes de que sucedan más cosas extrañas de las que sin duda se nutriría Dickens pero yo no. Conseguí encontrar el hostal agradecido como siempre a mi buen sentido de la orientación; no puede evitar llegar totalmente empapado pero feliz ya que era esta la primera noche de las muchas que esperaba cambiaran mi vida.


Desayunamos temprano, en un sencillo bufet libre, a base de tostadas y confitura de naranjas amargas, y dejamos las mochilas en el cuarto de maletas por si encontrábamos otro lugar más barato que se adecuara más a la filosofía del viaje. Tenía la firme intención de evitar cualquier gasto innecesario que pudiera repercutir en gastos posteriores y más importantes que, sin duda, surgirían de forma imprevista. Cogimos varios metros según las indicaciones de Luis que, afortunadamente, había residido durante un tiempo en esa zona de Londres, y posteriormente recorrimos el centro y los alrededores de la ciudad. Siguiendo el Támesis pudimos contemplar la férrea presencia que ejerce el Parlamento, la torre del reloj que alberga la campana del Big Ben, la increíble noria a la que llaman el ojo de Londres; aprovechamos que en esas fechas se exponían en la ciudad varias obras de ese loco genial que fue Salvador Dalí y nos acercamos a verlas; a la salida presenciamos tras salir del inmenso Hyde Park el Buckingham Palace, residencia oficial de esa máxima clasista de cuyo nombre no deseo mencionar, por ser una de la personas sobre la faz de la tierra que más títulos y propiedades posee a su sola persona. Es precisamente a las puertas del cuartel de Wellington donde cada mañana se suceden unas disciplinarias y ridículas ceremonias militares para el cambio de la guardia, en el que dichos guardias (sin olvidar que son soldados y estarían preparados para la batalla),ataviados con imponentes gorros de piel de oso y chaqueta negra desfilan y sueltan improperios irreverentes frente a la vista del público que los contempla. Personalmente me sorprendió el éxito que tiene entre los centenares de turistas que allí se agolpan, esos mismos incrédulos e inocentones que desconocen que el presupuesto anual destinado para dichos actos supera por ejemplo al concedido al Arts Council para actividades musicales. Se dice que la distancia entre los guardias y los visitantes son más distantes desde que Ava Gardner posará para una sesión fotográfica junto a un pobre o afortunado guardia, según como se mire.
Nos adentramos en St James Park donde observamos que los turistas no pueden evitar dar de comer a simpáticas ardillas y donde a los pelícanos les gusta compartir banco con las personas, todo un poco antinatural, artificial. Absortos contemplando estas imágenes hicimos un agradable y económico picnic, y mientras comía un sándwich me di cuenta que cada momento era más grande el deseo de llegar al sudeste asiático. Al día siguiente partíamos así que con esta idea en la cabeza decidimos retirarnos al hostal y tras un largo y cansado caminar cogimos un autobús cercano al enorme edificio de Harrods, otro símbolo del consumo y lujo generalizado en donde es posible incluso escuchar los sonidos de un pianista en vivo mientras se realiza una transacción financiera. Desde el piso superior del autobús pudimos acabar de ver la ciudad, y volverla a ver, porque debido a una confusión la dirección en lo que lo cogimos no era la correcta y dimos una vuelta del recorrido extra desde Westminster hasta pasado el famoso puente de la torre o mejor dicho, de las torres, al ser dos las construcciones unidas por dos pasarelas superiores.

Mis compañeros de viaje decidieron hacer noche en el mismo hostal donde habíamos estado la noche anterior, y en vista de esto y de que el vuelo lo teníamos temprano yo decidí aprovechar la circunstancia de haber dejado la mochila en el package room para no pagar otra noche y me dispuse a disfrutar de Halloween, esa fiesta típicamente anglosajona. Ya dormiría en el aeropuerto o si no era posible en el vuelo. Cenamos en uno de esos take away, donde conocimos a un camarero español, de los muchos que residen en Londres. Después de una grata conversación nos despedimos deseándole lo mejor y Luís y yo nos fuimos a callejear provistos de una botella buscando un sitio para hacer el típico botellón a la española en el Soho, ya que en el hostal el ambiente de Halloween era bastante infantil. A los jóvenes ingleses parece que les gusta llamar la atención cuando van en grandes grupos, sin embargo si los conoces de manera individual son de lo más interesante. La zona del Soho se caracteriza por la multitud de bares que hay en sus calles, todos pegados uno junto al otro, tantas luces de neón brillando al mismo tiempo, tanta gente diversa conviviendo, en definitiva muy buen ambiente. Disfrutamos mucho pero todo se acaba así que nos dirigimos a Piccadilly Circus, el punto de encuentro más emblemático de la ciudad y conocido antiguamente como el centro del mundo o el ombligo de Londres. Comemos una de esas salchichas de frankfurt que venden de manera ambulante y de allí volvimos al hostal donde Luis sí había hecho reserva. Para mi sorpresa entré sin ninguna oposición y pude descansar unas horas en un cuarto solo, sin gastarme esos treinta euros que seguro me serían más útiles en la India.